viernes, 18 de mayo de 2007

diario de un bañista (1998)- cuento (contribución a la revista del icpr)

I

Nunca se está cómodo en un baño público, con eso en mente los diseñan, para que la gente deposite sus pestes y salga corriendo de allí , evitando las miradas incómodas de al lado, cuidándose del vecino como del mayor adversario. Por eso es que mantengo que los baños públicos son lugares de acoso. Yo lo sabía desde la primera vez que entré. Y digo entré no como quien entra apurado, vaciándose encima casi, a hacer lo de siempre: brincar por encima de charcos de orín, taparse la nariz ante el olor a desinfectante y mierda fresca; dejar caer el pantalón hasta las rodillas, cuidando de no manchárselo con los líquidos rebeldes de aquel que apuntó mal antes que uno. Estar sentado ahí, tan vulnerable y aliviado a la vez, o estar parado en el urinal, a merced de las miradas, es un riesgo. Pero a uno, qué le importa el riesgo cuando el cuerpo impera, avergüenza, exige.

Sin embargo, eso no es a lo que me refiero. Eso no es entrar a un baño público. Eso es hacer uso de. Entrar, digo, habitar ese espacio, es otra cosa, completamente distinta.

II

Lozetas frías contra las mejillas, contra la lengua, lozetas frías y ese calor recogido en la boca peleándose agrio con el dulzor resbaloso del mismo frío, contra los restos de desinfectante, tinta de marcador negro, sudores anónimos incrustados entre las grietas de las lozetas, mugre, el sabor de la mugre añeja, dulce como el azúcar, mineral, a hierro sabe, a azúcar enmohecida y a aquello que te tragas lentamente y que fuiste a recoger a las paredes del baño.


III



El del tercer piso de la facultad de pedadogía resuelve, pero no es como éste. Lo bueno es que si se quiere algo a media tarde, el baño público de la Facultad de Pedagogía funciona. Sus pisos están medianamente limpios y contra las paredes del urinal hay lozetas blancas, frías, como de hospital. Lindas y ascépticas. Impersonales. Pero la gente que va allí, bueno, la gente que va es a veces conocida y, otras, quiere cosas imposibles. Conversan, piden nombres. A quien se le ocurre...

Eso lo resuelve el del cine. Tiene su gracia el baño del cine; sobretodo cuando uno se ve cruzando el inmenso pasillo gris que le da acceso. Parezco una novia atravesando el ala de una iglesia cada vez que entro a él. Una novia con un velo blanco del tul más fino, invisible, y con un ramillete de carne entre las manos, muchas flores de pétalos llenos, rosas de piel y suspiro de ángel. Me encanta caminar por ese pasillo imaginándome tan frágil, tan tenue como una novia. Pero entonces entro y se acaba esa ilusión. Comienza otra. Allí está la carniza. Allí los ojos y los hombres vigilantes. Entonces soy una novia en una cárcel, un sacrificio, una ninfa tirada a los lobos que poco a poco se transforma en lobo también, le crecen colmillos, y garras, y se rasga ella misma el vestido para sacar de entre el ramillete de flores un cuchillo duro, erecto, listo para matar.

Mi baño del cine..., aunque mi favorito hasta el sol de hoy siempre lo ha sido el de la biblioteca pública de la parada 20. Cuando no hay acción, me encanta observar a los niños de escuela intermedia entrar doctos a enrolar cigarrillos de marihuana y a fumar. Hacen competencias a ver quién escupe más lejos, quién orina más. A veces salen, locos de un arrebato que les hace olvidar su papel de aspirantes a macho. Caminan abrazándose y de sosquín se les sale eso que no sé a ciencia cierta si viene escapado de la infancia, una especie de ternura, una suavidad, un cantazo de terciopelo que les tiembla en las miradas, en los brazos echados uno alrededor del cuello del otro. Me gusta verlos pasándose el grullo y mirarme con desafío, oirlos buscando en sus gargantas la flema perfecta para la competencia, mientras me miran desde un asco que no es tan solo asco; la curva maligna de sus labios en rechazo profundo, pero amigo, y luego un mirar nervioso que recaucha en la más profunda de las curiosidades. Después, de repente, vuelta de regreso al miedo, la violencia, al colmillo expuesto para que nadie los confunda conmigo. Pero en sus ojos, no sé, un cierto aire de novia.

Ellos saben a lo que voy, ellos escupen hacia las divisiones plásticas de los baños, mirándome como si fuera yo ese plástico, como si mi presencia fuera suficiente para solicitarle emisiones al cuerpo, el odio perfecto que quiere espantarme de su cofradía y no lo logra. Yo permanezco allí, insolente, retándolos.... Son tan bellos entonces, tan jóvenes y puros en aquella pecera de defecaciones, como pececitos tropicales listos a convertirse en pura depredación. .


IV

Era trigueño con un inmenso bigote. Fue directo a los urinales. Yo estaba contra la pared encendiendo el cigarrillo de la coartada. Los pasos duros de las botas de construcción, el retilar de la hebilla gruesa de la correa desabrochada. Miré por encima del hombro y el tipo estaba con las nalgas trincas contra el urinal. Me le fui acercando. La espalda parecía un muro de desprecio. Pero entonces, se volteó un segundo, un instante apenas. Allí estaba la señal. Luz verde. Puente tendido con sus trampas. Casi alcanzándolo, se abrió la puerta. Eran un guardia de seguridad. Trinqué quijadas y clavé los ojos en la pared. Intenté mirar hacia el lado pero ya el tipo estaba lejano, metido en lo más profundo de su carne. Ya no era el adversario. Me volteé y salí del baño, hacia la calle.


V

Creo que he encontrado otra joyita. Me ha tomado meses, pero ha valido la pena. Semanas enteras de ir cautelosamente examinando tiendas por departamentos, cines, universidades, bibliotecas, parques de recreo, estaciones de guaguas. Vigilando por días enteros. Establecer horas de tránsitos, poblaciones, privacidad y control de acceso al lugar. Cansarse hasta encontrar aquellos a donde se va al acecho. El problema es que es en casi todos. Lo difícil de determinar es la hora del trasunto.

Pero en este baño, el nuevo, mi recienacido, la peste a orín es tan añeja que casi se puede la apartar con las manos cuando se entra. Al cruzar la puerta, la peste te cubre como una cortina. Adentro, toda superficie exhibe graffitis, fechas, nombres de gente que ha entrado a habitarle las entrañas a mi baño. Afuera, reina el ruido de las guaguas, de gente haciendo fila esperando su transporte, moneda en mano. Pero entre aquellas paredes, todo bullicio se vuelve música de trasfondo. La peste añeja recrea sus silencios. Las paredes sucias susurran entre el graffiti. Marcas de las que busco también abundan, viejas, amarillas, mudas en las paredes. Este baño es mi hogar.


VI

En los baños todo es lenguaje mudo y por lo tanto profundamente estudiado. Existe una gramática secreta, unos códigos planificados al detalle. Cada mueca puede deletrear un "acércate", un "vamos a ver quien puede más". O un "quiero que me rompas las verijas, aquí me tienes". Poblaciones pequeñas, tribus nómadas se encuentran por medio de estos gestos y se reconocen. Las mamonas, los que van a coger y los que vienen a lo mio. Todo se expresa en silencio, porque no hay que revelarse. La identidad no es parte de este juego. El acoso es el asunto, ser la presa, la fauce, la competencia. Cada cual va a lo suyo y yo a lo mio. Fuera del baño, al otro lado de la puerta, queda la pureza o la fiereza cotidianas, los planes, las preguntas. Adentro, en medio de la mierda y el orín, por encima del desinfectante, van los ojos y va el tacto en forcejeo, midiéndose.

VII

Yo no sé cuando empezó todo esto. Por mucho tiempo traté de encontrarle justificación. ¿Cómo fue que yo, yo..? Aspirante a tantas cosas, a carros, a viajes al Japón con gastos pagos, a conversaciones en cafés, a comidas exóticas. Y sin embargo, esta cosa adentro mío, como un germen, creciendo mientras crecía yo, comiéndome mientras comía yo, acechando mientras desde afuera yo acechaba, loco por entrar, sabiendo lo que había pero sin querer tirarme de cabeza a las trampas que me esperaban al otro lado de la puerta de los baños. Una mirada tan solo, el gesto estudiado que había visto tantas veces desde las orillas, esa mano como cuna donde reposa la carne, tubo de licores, apuntando hacia donde palpita el deseo. Salía corriendo, temeroso de las invitaciones que se iban sucediendo; ya el hábito de verme aclaraba mi estatus en la tribu. El reto se desnudaba ante mis ojos, y yo seguía sin querer ver. No sé, hay millones de explicaciones; le he encontrado tantos orígenes a mi conducta, que ya ninguno me sirve. Me he hecho historias de niñez, cuentos de hadas, me he imganinado sodomizado por tíos a tan temprana edad que nisiquiera tenía formado el músculo del recuerdo. Y nada; nunca he sabido la verdadera razón. Empecé a tomar nota de todas mis historias, pero las notas se han convertido en un inventario de encuentros que tampoco revela. Entre esas páginas no encuentro ninguna verdad.


VIII

Un día entré a los baños de la escuela, tendría, qué sé yo, once años más o menos. Allí estaban dos compañeritos, los más machitos, lo más burdos, los que nos empujaban a la hora del recreo. Estaban jugando a las espadas en los urinales de colegio. Uno contra el otro, midiéndose ese canto de carne que les aseguraba su poder venidero, su lugar en la jerarquía internacional de los machos que serían, pronto ya, muy pronto. Y las empuñaban como si fueran armas. Verguita contra verguita, las dos paradas, dándose de cabezas, hiriéndose. No parecían niños, demonios eran, demonios pequeñitos sabiendo que hacían asquerosidades. Demonios de ojos sesgados, los labios ahuecándose en la mueca más perversa que he visto cruzar la cara de cualquiera. Era un espanto verlos, delicioso espanto. Yo no podía despegar los ojos, como quien se encuentra un cadáver desangrándose en la calle, y quiere seguir de largo, pero no puede evitar pararse a mirar. Ellos seguían tocándose de puntas allá abajo; retándose con el asco y el deleite del que se sabe cómplice de un juego que humilla al otro, porque quien pierde, pierde contra el propio cuerpo frente a la mirada del que vence porque presencia derrotas.




X



Un tipo alto, negro, con aro de casado y vestido de uniforme de guardia de seguridad camina hacia los urinales. Yo hago que me lavo las manos. El me mira nervioso por una fracción de segundo, pestañea con furia, molesto y luego me mira directo a los ojos. Esa fue la señal, esa siempre es la señal, el pestañeo nervioso, insolente , y luego una mirada larga, suspendida; una bofetada con los párpados que llama por encima de la furia. La violencia invita. La mirada del guardián era sesgada, como si mi mera presencia en aquel urinal le provocara vómito, cada ojo una pared alzada contra cualquier palabra. Aquella mirada era un reto a medir fuerzas, a ver quien la tiene más larga, quien orina más duro, quien al final de todo se viene más copiosamente y mejor sobre la lozetas del baño. Quien terminaríá rindiendo homenaje al ganador, el merecido homenaje, agachándose. Yo, ya cayendo seducido, le lancé mi reto al guardia- un lento pestañeo de cabeza alzada, un respirar tranquilo por la nariz entreabierta, las quijadas trincas, como quien espera ataque, pero mantiene la calma.

Lo usual, empezó el rito. Bajarse la cremallera, encontrar entre las telas el canto de carne, con la excusa de tenerlo lleno de líquidos, pidiendo alivio. El de él era grueso aún en reposo, violeta casi, con un tinte rosado que me recordaba las cortinas de una mansión de época. Malva bouquet, pensé, mientras bajaba la vista. Me le acerqué, sacándome el mio y haciendo como si orinara al lado, sin mirarlo. En la punta de la piel sentí que había logrado acceso a esa cercanía, que podía quedarme allí ; no iba a ser agredido, aún no. El terreno de los encuentros que promete el baño, los azulejos y los grifos, se abrieron para nosotros, sementales trincos y embusteros, esperando la primera embestida. El guardia apuntó certero y dejó salir un chorro amarillo, poderoso, interminable. Después que terminó se sacudía de más, posando la mano en la punta de más, echándose el prepucio para atrás y para adelante, con su mano grande, de largos dedos en forma de espátula, callosos. Yo hacía lo propio, hinchándome ya, y llevando el puño hacia atrás, aguantándome la base con fuerza. Mi carne color café, mis pelos tan suaves al fondo, me cosquilleaba la mano con reloj, gruesa también, dura.

Así estuvimos un rato, tocándonos y mirándonos de lejos. Las respiraciones se iban acelerando. El guardia tenía las nalgas trincas, lo sabía por la manera en que estaba parado. Alzó los ojos hacia mi, y directo sostuvo mi mirada. Ni un solo parpadeo. Yo me mordía la lengua, previendo mi derrota ante él. Iba a perder, el cuerpo me iba a traicionar una vez más. Me tocaría agacharme, me tocaría la mirada despectiva, la burla de su espalda alejándose. El guardia me mira, se la sigue tocando. Su cara permanece desafiante, seria. No se conmueve, no se apiada de mi. Yo me acerco de puntas hacia la de él. El se restriega, se restriega por minutos bajando la mirada hacia aquellas dos espadas de carne que pelean silenciosas sus batallas. Yo tengo que retirarme a coger aire, pero el guardia con la otra mano me sostiene por la espalda y me acerca. Tiene en la boca una mueca, burla y deseo, asco contenido, veleidoso. Yo no aguanto , suspiro y me vacio cuidando de no mancharlo, con un último esfuerzo disparo hacia las lozetas de la pared mi chorro de alivio y me derrito. El guardia, lleno sorna, también dipara su leche encima de la mía, mucha más que la mia. Controlado, respira profundo. Mira hacia los lados buscando testigos. Se la guarda.



XI

Los nenes aquellos, mis dos compañeritos de escuela, se me quedan suspendidos en la memoria. Son como en el cine, un gesto congelado en celuloide, una escena de una película que rebobina y vuelve a empezar muchas veces, muchísimas. Algunas noches me acuesto a dormir arrullándome con ella.

Aquel día, en el baño de la escuela yo seguía escondido detrás de la pared, mirándolos. No sé si se dieron cuenta de mi presencia. Estaban tan metidos en su rito, parecía que hacían cosas que ningún ojo mortal debería presenciar. Y yo les robaba sus muecas y sus acciones, me las comía a pestañazos.

Como parte del juego y casi a la vez , los nenes del baño se voltearon hacia la pared de lozetas marrones y se trincaron de nalgas. Competencia. Uno disparó su leche hacia las paredes. El otro estaba desprevenido midiendo la distancia y la fuerza de su venida. Buscó concentración para explotar aún más lejos. Por eso no esperaba la traición de su oponente, que lo agarró del cuello de la camisa y lo hizo perder el equilibrio. Hubo puños, forcejeos. El ya venido fue arrastrando al otro hacia la pared, haciéndolo pegar la cara a las lozetas, estrujándosela contra la mancha de semen que resbalaba tibia hacia abajo.

No quise ver más. Salí corriendo mientras oía los jadeos, la risita del vencedor susurrándole al oído a su vencido--"lame".


X

Un chamaco joven, como de veinte años, entró hoy a mi baño. Era de lo más mono. Me miró sonreído parado frente al urinal, dando culo.



Cambié la vista, simulando muecas de asco. Lo dejé pasar. Ese no es mi juego.



XI

Me pregunto cómo será acostarse con un hombre en un lugar normal y no en un carro, en un pastizal, detrás de un poste. De hecho, me pregunto qué será acostarse con cualquiera en un carro, un pastizal...


Yo nunca me he acostado con un hombre. A decir verdad, yo nunca me he acostado con nadie.

Quizás soy un ser puro.



XII


Pero nada de lo escrito es lo que quiero decir. Todo es tan premeditado, todas estas voces que se me parecen a cosas que he leído antes, de otros hombres apasionados por esos sitios ocultos que funcionan a simple vista. Es que este asunto es así, este enamoramiento de mirar las partes oscuras de las cosas que se encuentran en medio de lo más cotidiano, en detalles minimísimos que se despliegan frente a los ojos, y uno nunca sabe si se los está inventando o si realmente están ahí, frente a los ojos propios esperando que alguien los descubra, les vea la raiz de su mal. Yo nunca he querido otra cosa sino entender por qué yo, por qué a mi, por qué los otros no son iguales, no les habita esta pasión en la carne que los empuja una y otra vez a los mismos sitios, a buscar el hilo de alguna historia que empezó diosabecuando y que sigue aumentando dia tras día en los lugares mismos que la gente recorre de a diario, buscando ganarse el sustento o cómo llegar a su casa, o en donde entrar a cagar la mixta del mediodía. ¿Qué es esto? --eso es lo que querría yo saber, ¿cómo es que soy ésto?

Ya querría ser como esos personajes de Genet en Querrelle, cómo esos hombres que no piensan sus acciones, infinitamente más complejas que las mías, pero cuyos vericuetos se le escapan a la conciencia. Así porque sí, concatenaciones libres sin el peso de la maldita introspección, sin las ganas de ser profundo o consecuente, sin la maldita necesidad de entender. !Qué tengo yo que entender! ¿Cómo entiendo yo a mi deseo? Y sin embargo no puedo parar de preguntarme la razón por la cual otra gente puede habitar el espacio de la existencia sin querer entender lo que hacen. Sé que hay gente que mata, se lo deja meter, se enamoran y jamás, jamás se cuestionan la razón, jamás la buscan siquiera. Por más que intento no puedo desligarme, aún no puedo salirme de esta trampa de encontrar los motivos de mi acoso. Ya quisiera ser de otra manera, ya quisiera no sentir la necesidad de estar sentado aquí tacleteando todo ésto que no sé a ciencia cierta para qué sirve, este diario que me avergüenza y me seduce, de la misma manera en que me avergüenzan y me seducen los malditos baños de esta maldita ciudad en esta maldita isla de mierda.

Odio esta isla, la odio. Odio la imposibilidad del anonimato, odio lo orgánico de toda ella, cómo la familia se convierte en los pulmones de uno, las calles en el lugar de comer y de beber allí ante todos, la señora que cuenta los cuernos que le pegó al marido, en la parada de guaguas, a viva voz, llorando su vergüenza; uno convertido en espectáculo junto a ella, conectado sin remedio a tantos otros cuerpos que se reconocen todos los días en el otro. En otras ciudades, esto me cuentan los amigos, se puede ser todo lo invertido que se quiera sin consecuencias, sin el temor de encontrarse a los primos en los lugares de ataque, al vecino de la niñez o al compañero de escuela. A ese que sabe tu historia y que tiene una certera explicación de por qué y cómo un llegó a ser quien es. No hay testigos en otras ciudades sino cuerpos, uno tras otro, a los que le importa un pito si eres tú el próximo cadáver o el próximo receptor de un lechazo.

Odio esta maldita isla que es toda un baño público, llena de mierda, de plástico que promete encubrir, pero que termina convertida en otro confesionario, en otro lugar de citas, en otra parcela donde buscarse y buscar familias, hermanos, maridos. Esta maldita isla que se la endilgan a uno para que sea ella, no importa donde esté, no importa que haga. Esa mancha de plátano que no se sale puñeta, y ese siempre estarse mirando las entrañas, buscando una verdad.


XII

Los nenes de los baños. El tio en casa de titi Raquel enseñándome a disparar lejos el orín.

Fue durante una festividad familiar- Dia de Acción de Gracias, cumpleaños de un primito, qué se yo; no recuerdo bien, era tan joven. Estábamos en casa de titi Raquel antes de que se mudara de Dos Pinos. Mario, mi tio político, me sorprendió en el patio meando entre las plantas cruz de maltas y los tiestos de bromelias que quería trasplantar la tia a no sé qué parte del jardín. El tio se paró al lado mirándome socarrón y me retó a ver cuán lejos podía yo mear. Yo intenté complacerlo--"Así no muchachito, tienes que agarrarte aquí y apretar duro con el estómago, haciendo fuerza, como si estuvieras pujando" y me puso la mano donde era, agarrándome las nalgas- "trinca el culo y puja fuerte" para enseñarme cómo los machos mean, mientras me tocaba por detrás y por delante y yo con una vergüenza que me encrispó los pelos de la nuca, ese mismo pelo grifo que todos criticaban en la familia- "Ay Adelita, ese nene tuyo salió medio negro; ¿tú estás segura que no es hijo del lechero?" molestaban a mami, que se esmeraba en plancharme la cresta con ungüentos de vitapoint -" es que Ismalelito tiene el pelo bien reseco" y recortándomelo todos los meses para evitar comentarios en la familia.

El tio seguía allí, con su mano agarrándome la base de mi pinguita y la otra asegurando la flexión de nalgas. Todo un cosquilleo recorriéndome, todo un corrientazo de calor. Y yo, tratando de disimular y pujando lejos el orín, lo más lejos que podía. El tío sonreía mirándome mear. "Todas estas mujeres malcriándote, no vayas a salir maricón, tú, que un grifo maricón es lo peor que hay." Me dió una palmada fuerte sobre el hombro que me hizo mearme las manos con las gotitas que sobraban. Entonces el tio truena un- "Ahora a mi también me dieron ganas". Lo vi sacarse aquella pinga majestuosa de entre el pantalón, grande, oscura, llena de pelos hasta casi la mitad del cuello, pelos ensortijados como el mio, olorosos a sudor y a cereales. Yo la olí tan pronto se bajó la cremallera; un denso mosto a cosa húmeda, palpitante; y luego vi su tubo de carne, acunado por la mano grande y recia de mi tio político, que, mirándome desde arriba con un poco de burla, soltó un chorro espeso y amarillo que rebotó contra la tierra de las bromelias, salpicó la pared de la verja del jardín y dejó un charco copioso que resbalaba desde lejos hacia él; hijo perdido que regresa. Yo lo miré como quien mira a los héroes. El complacido, se sacudió la verga. "La última gota siempre es del calzoncillo" dijo, y se alejó sonriendo a buscar otra cerveza.



Después fue lo del baño de la escuela. Si, fue poco después.



XIII



Tenía que disimular, por si los diablos del baño me habían oido salir. Así que me detuve frente a la fuente del agua a varios metros de la puerta. Hice como que bebía y así los vi salir dando portazos, corriendo, uno primero a carcajadas y el otro después con la cara húmeda y roja. El segundo estaba furioso. Como no alcanzaba al otro, cuando pasó detrás de mi, me empujó la cabeza bajo el chorro de agua fría. Yo le daba patadas, finguiendo resistir, agarrándome con fuerza a los bordes de la fuente. Fue un instante tan solo. La mano fuerte contra la nuca, las mejillas aplastadas contra el fondo de aluminio frío y aquel chorro mojándome. "Coje ahí por presentao" -- un vacío en los oídos me chillaba la frase llenándome de agua. Fue un instante, durante el cual se me cruzó el cuerpo en escalosfríos. Sentí miedo y otra cosa que se quedó innombrada.



XIV



El otro día en el baño, después que el guardia se fue, yo me quedé parado con la cabeza baja. Lentamente fui a buscar un trozo de papel para secarme las gotas de la punta. Lo eché al inodoro, bajé la cadena y lo vi irse en remolinos ondeando su adiós en la taza. Subiéndome la cremallera, salí con pasos largos hacia la calle. Pero antes, justo al frente del urinal, se me fugó la mirada.


Allí en las lozetas, la prenda de mi derrota.


XV



El día aquel que vi a los nenes, entré de nuevo al baño de mi escuela para secarme la cara. La tenía enchumbada y todavía fresca por el chorro de agua fria de la fuente. Mientras le daba a la palanca para sacar papel toalla del dispensador, miré hacia el lugar en las lozetas donde había caído la leche de los gladiadores niños, de los demonios niños, el que me empujó la cara afuera, el que se la había empujado a él allí adentro, en aquel baño. Todavía fhúmeda, la leche dibujaba un borrón en las lozetas. Las empañaba, envilecía el brillo con su costra que de seguro se secaría en breves minutos. Me sequé la cara caminando hacia la pared. Agachándome un poco, pude ver de cerca la mancha-- qué asquerosidad- el lugar de la humillación allí de frente mio y yo agachado-- lame, lame-- viéndolo todo como una película frente a mis ojos. Pasé el dedo por la mancha e hice dibujitos. La lozeta estaba fría y ya se iba chupando aquella viscosidad. Fui llevando la leche con el dedo hacia las posas de la grieta. Las mezclaba allí con mugre y con el limo acumulado. Bajo mi dedo, la lozeta fue revelando sus sinuosidades. No era tan lisa como parecía a simple vista. Tenía poros y curvas, esquinas salientes. Pero aliviaba con su temperatura. La punta de mi dedo la sentía acogedora, como el chorro que me había inundado los oídos. Pegué el brazo completo a las lozetas, a la mancha de leche secándose, pegué mi mejilla más arriba y reposé, descansando el tacto contra el frío de aquella superficie. Después, asustado de lo que hacía, salí corriendo del baño en dirección al salón.



XIV

La violencia invita. La peste, el hedor invita. La voz se queda afuera, la pregunta también, por un breve instante. Es un alivio. Allá adentro, frente a todas las excrecencias, uno se siente fuerte o por lo menos capaz de enfrentarse a un reto cualquiera ; aunque se pierda. Porque, en el fondo lo que uno quiere es perder.

Si, lo que se quiere es perder, que el cuerpo venza, que la carne imponga, que el deseo, cualquier deseo, obligue a no pensar más, a no dejarse llenar la vida de preguntas, que al fin se pueda sentir lo que en el fondo se siente, ganas de contarle al mundo esas travesías por los intestinos de las ciudades. "The thrill of victory and the agony of defeat". En las batallas que se libran en esos recintos sagrados, uno el botín de la victoria, uno el asco propio que enternece. Eso el lo que en el fondo se quiere, dejarse llevar, dejarse agarrar por lo que llama, incontenido, armonioso, puro en verdad.

Pero desde qua e se abre la puerta y vuelven los pasos a la calle, ya se regresa a la farsa de lo mismo. Se regresa la pregunta, a los cómos, los cuándos, los por qués, el reino el orden y la razón. Todo es un remolino de agua rugiente llevándose la mierda, la deliciosa mierda, la delicada y tierna mierda del deseo a otra parte.Uno tiene que ser otra cosa, y eso cansa.



XVI

Ayer fui al baño de la estación de guaguas. Entró un señor maduro, con canas, conductor de autobuses, seguramente. Pasó lo de siempre, esa mirada, ese pararse trinco frente al urinal. Ese volteo lento de espaldas que se levantan como frontera infranqueable pero que a la vez invitan a la cercanía, al acoso, a la depredación.

Ese dia me dio con tocárselo al tipo, con hacerle yo el truco con la mano. Quería que me empujaran quizás, que me dieran par de golpes inclusive, que fuera más conmigo la cosa; y él, con su pinga en la mano mía se vacío cuestión de segundos en las lozetas. Yo lo miré desdeñoso, a punto de reirme a carcajadas. El tipo bajó la cabeza, y desde el fondo de sus ojos me miró con la ternura angelical de los derrotados. Entonces pasó, nadie me pregunte cómo, pero pasó, lo empujé contra la puerta del baño, le bajé los pantalones hasta las rodillas, me escupí las manos, lo escupí entre las nalgas y allí mismo en los baños me habitó algo que yo no sabía que podía habitarme. Tan diestro era, tan seguro de cada una de mis entradas y salidas del cuerpo del tipo aquel, tan ajeno a su placer, a su dolor, al mio. Cuando me cansé, paré. No me vine, no tenía caso. El asunto era reclamar lo que me pertenecía, el derecho de los héroes. Mientras el tipo se recogía del piso, me viré de espaldas sonreído. Ni siquiera le dejé ver como me la metía de nuevo al pantalón. No me moví hasta que sentí que el tipo, después de esperar unos instantes, salió del baño.


XVII

Después me fui a la calle, traté de caminar hacia el pueblo, hacia la farmacia, un cine, pero no pude. La cabeza me daba vueltas. Sentía un vahido entre los muslos que hacia que mis piernas pesaran más de lo usual. El guardia aquel viniéndose contra mis lozetas. Los nenes de la biblioteca escupiendo los divisores de inodoros. Mi tio enseñándome a trincar las nalgas. La mancha de leche, esa mancha eterna de leche tierna todavía resbalando contra los azulejos de mis lugares más amados. Di vuelta de talones y regresé a la estación de guaguas. Vi al conductor que recién había clavado alejarse en el autobus de la ruta M-2 hacia su sagrado anonimato. Respiré aliviado y me quedé justo afuera, vigilante, tenso. Entré nervioso, adolorido, como si una cosa estuviera desgarrándome por dentro. Vi la mancha de inmediato, el diseño en leches del chofer dejándose caer sobre sudores y amonias. Miré a ambos lados, miré por debajo de los cubículos de plástico. Miré hacia la puerta y alisté el oído. Nada, nadie. Acerqué la cara a la lozeta, y a la mera cercanía sentí el frío , llamándome.



Y, lleno de salivas, acerqué también la lengua.

No hay comentarios: